Perpetua, Felicidad y compañeros mártires (203)
El registro de la «Pasión de Santa Perpetua, Santa Felicidad y sus compañeros” es uno de los grandes tesoros de la literatura mártir, un documento auténtico conservado para nosotros en las palabras reales de los mártires y sus amigos.
Fue en la gran ciudad africana de Cartago, en el año 203, durante las persecuciones ordenadas por el emperador Severo, que cinco catecúmenos fueron arrestados por su fe. El grupo estaba formado por un esclavo Revocato, su compañera esclava Felicitas, que esperaba el nacimiento de un niño, dos hombres libres, Saturnino y Secóndulo, y una matrona de veintidós años, Vibia Perpetua, esposa de un hombre en buena posición y madre de un pequeño infante. El padre de Perpetua era pagano, su madre y dos hermanos cristianos, uno de los hermanos era catecúmeno. A estos cinco prisioneros pronto se les unió un tal Saturio, quien parece haber sido su instructor en la fe y quien ahora eligió compartir su castigo. Al principio todos fueron mantenidos bajo fuerte vigilancia en una casa privada. Perpetua escribió un vívido relato de lo que sucedió.
Vibia Perpetua, una joven madre de 22 años, escribió en prisión el diario de su arresto, de las visitas que recibía, de las visiones y de los sueños, y siguió escribiendo hasta la víspera del suplicio.
“Nos echaron a la cárcel –escribe– y quedé consternada, porque nunca me había encontrado en lugar tan oscuro. Apretujados, nos sentíamos sofocar por el calor, pues los soldados no tenían ninguna consideración con nosotros”.
Perpetua era una mujer de familia noble y había nacido en Cartago; con ella fueron encarcelados Saturnino, Revocato, Secóndulo y Felicidad, que era una joven esclava de la familia de Perpetua, todos catecúmenos. A los cinco se unió su catequista Saturio y, gracias a él, todos pudieron recibir el bautismo antes de ser echados a las fieras y decapitados en el circo de Cartago, el 7 de marzo del año 203.
Felicidad estaba para dar a luz a su hijo y rezaba para que el parto llegara pronto para poder unirse a sus compañeros de martirio. Y así sucedió, el niño nació dos días antes de la fecha establecida para el inhumano espectáculo en el circo: fue un parto muy doloroso, y cuando un soldado comenzó a burlarse: “¿Cómo te lamentarás entonces cuando te estén destrozando las fieras?” Felicidad replicó llena de fe y de dignidad:
“¡Ahora soy yo quien sufro; en cambio, lo que voy a padecer no lo padeceré yo, sino que lo sufrirá Jesús por mí!”.
Ser cristianos en esa época de fe y de sangre constituía un riesgo cotidiano: el riesgo de terminar en un circo, como pasto para las fieras y ante la morbosa curiosidad de la muchedumbre.
Perpetua tenía un hijo de pocos meses. Su padre, que era pagano, le suplicaba, se humillaba, le recordaba sus deberes para con la tierna criatura. Bastaba una palabra de abjuración y ella regresaría a casa.
Pero Perpetua, llorando, repetía: “No puedo, soy cristiana”.
Los escritos de Perpetua formaron un libro que se llama Pasión de Perpetua y Felicidad, que después completó otra mano, tal vez la de Tertuliano, que narró cómo las dos mujeres fueron echadas a una vaca brava que las corneó bárbaramente antes de ser decapitadas. La frescura de esas páginas ha llenado de admiración y conmoción a enteras generaciones. Precisamente los hermanos en la fe fueron quienes pidieron a Perpetua que escribiera esos apuntes para dejar a todos los cristianos por escrito un testimonio de edificación.
«Para las muchachas, el diablo preparó una vaca de las más salvajes -algo fuera de lo habitual-, a fin de equiparar el sexo de ellas con el de la fiera. Así, pues, las hicieron salir sin sus ropas y cubiertas sólo con unas redes. El público se horrorizó al darse cuenta de que una era una joven delicada [Perpetua] y de que la otra [Felicidad], cuyos pechos destilaban todavía leche, acababa de dar a luz. Entonces se las llevaron y las hicieron salir vestidas con unas túnicas sueltas. Perpetua fue la primera en ser embestida y cayó de espaldas. Cuando se sentó, agarró la túnica, que se la había desgarrado por un lado, para taparse el muslo, más preocupada por el pudor que por el dolor. Después, buscó su aguja y se recogió el cabello, que se le había soltado; era impropio de una mártir afrontar el sufrimiento con el cabello suelto, no fuera que pareciera que, en su momento de gloria, estaba de duelo.»
(traducción de Alejandra de Riquer)