El poder de la invocación en las tradiciones proféticas islámica y judía.
“Virgen Santa, Virgen pura, haz que apruebe esta asignatura”. ¿Cuántas veces en nuestra infancia no hemos pedido esto? En nuestros cuadernos del cole esta invocación era nuestra compañía, era nuestro consuelo. Si el lector sonríe ante la puerilidad de esta fe, de esta manera naíf de entender la petición religiosa, verá que tanto cristianos como musulmanes y judíos comparten este ritual.
Para no pocos cristianos de hoy la invocación carece de poder, de eficacia. Han identificado aquellas invocaciones de la infancia con la fe del carbonero. Pero la realidad de la invocación a Dios es mucho más tremenda de lo que se entiende por una petición. En esto como en otros elementos de la fe cristiana, se ha ido perdiendo el núcleo de la oración genuina, su fuerza.
¿Qué es una invocación pues? Es una llamada, una convocatoria, una ofrenda, un deseo. El creyente que presenta la ofrenda ante su Señor la hace, en primer lugar, en soledad. “Sólo ante el altar”, el buscador sincero presenta su invocación pues en ella está todo su ser, su verdad. Ahí hay sin duda una eficacia.
Pero vayamos por partes. Considero al judaísmo una tradición profética hermana y digna de ser estudiada. En el caso que nos ocupa hoy, la invocación, maestros como el rabino Haim Casas afirman: “no vamos a cambiar las cosas con la mera petición. Es un trabajo interior, ajeno a la invocación”. ¿Qué nos quiere decir el rabino? Pues que se necesita aportar un extra de energía para afrontar nuestra propia vida.
El Talmud afirma que la invocación es la Avodá del corazón. La acción de pedir está en el esfuerzo del rezo, es el núcleo del ritual. No se entendería un creyente sin su continua invocación. Aquí encontramos un paralelismo con el Islam, esa otra tradición profética. Para el islamólogo Vicente Haya, la invocación o du’â es la médula de la vida devocional. Es de una importancia central para los rituales musulmanes.
El creyente que presenta la ofrenda ante su Señor la hace, en primer lugar, en soledad.
Otra aportación que nos ofrece el judaísmo se refiere al rezo en sí. La petición no se haría para Dios, no. Se reza, se pide, en definitiva, para sí mismo. La oración-petición tiene el efecto de transformarnos. De algún modo, y esto me interesa contarlo, estamos rezando como una suerte de búsqueda, para salir al paso de aquello, lo insondable de Dios, que escapa a nuestra comprensión.
El poder y la eficacia de la invocación dependen de la fuerza y de la oportunidad con que la hacemos. Esa fuerza nos viene de las tripas, de la necesidad. Si pedimos así, nuestra petición se cumplirá. Es con nuestro deseo como el Universo entero lo promueve. Con nuestra petición, nuestro du’â, el Señor hace salir las cosas.
La invocación, tanto para el cristiano como para el judío o para el musulmán, es dar fuerza a esa fibra divina que ignoramos, pues se produce en nuestro lugar más íntimo. Con mi pedir soy más yo justamente, porque con ayuda de Dios, se logra mi anhelo.
Se dice en el Islam: “cuando pidais algo, haced que vuestra petición sea algo inmenso”. Esto es así porque al invocar reconocemos nuestro deseo de crecer, de ser conscientes de nuestras raíces divinas. Pidiendo somos generadores de ilusión y ternura. Por eso digo, queramos desde el corazón, invoquemos a la Creación.
Francis Ortiz