Judas Tadeo y Simón, Apóstoles
Son dos de los apóstoles de los que menos habla el Evangelio. En las enumeraciones apostólicas que hace la Biblia siempre aparecen los dos en penúltimo lugar, sólo seguidos por Judas Iscariote, éste con un papel mucho más prominente y conocido en el desenlace de la vida humana de Jesús. Se les considera los dos apóstoles más judaizantes de entre los doce.
Simón recibió de los evangelistas el sobrenombre de “el zelote”, pues antes de enrolarse en el apostolado había pertenecido a la agrupación religiosa y política de los zelotes, fundada en el año 6 por Judas el Galileo [Judas, ha quedado claro ya, era un nombre muy común en la Galilea de la época]. A este líder, y con perspectiva histórica, el libro de los Hechos de los Apóstoles calificaría más tarde de ejemplo de “falso mesías”. Los zelotes eran el ala más fanática e integrista del judaísmo, y también uno de los pocos grupos que plantaron cara en serio a los romanos y a su colonización religiosa y administrativa en la zona de Canaán.
Judas Tadeo tuvo la mala suerte de compartir nombre de pila con uno de los apóstoles más famosos, Judas Iscariote, que aunque no fue el único villano de los evangelios sí fue el más carismático. Los evangelistas, como con sorna, las pocas veces que han de nombrar a Tadeo (pues no tuvo gran relevancia en las narraciones de la vida de Jesús) se refieren a él como Judas-no-el-Iscariote. De hecho, a mayores de sus apariciones en los recuentos de apóstoles, Tadeo sólo habla una vez en todo el Nuevo Testamento. Sus palabras, no obstante, han sido origen de profundas disquisiciones teológicas (la última, en un texto de Benedicto XVI). La intervención en cuestión tiene lugar durante la Última Cena, pero se adelanta a los eventos paranormales que están por venir muy pronto. La transcribo a continuación:
“Le dijo Judas –no el Iscariote–: «Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?» Jesús le respondió: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él.»”
Lo que quería saber Judas Tadeo era, después de la que había liado Jesucristo afirmando que era el Mesías y el hijo de Dios, y que estaba a punto de pagar con su muerte, por qué cuando resucitase no se revelaría en toda su gloria sobrenatural a sus enemigos y a todos los que no habían creído en él, y no a los once que le habían sido fieles en vida, como estaba prometiendo hacer. Tadeo veía mucho más efectivo que Cristo resucitado se apareciese, con sus llagas supurantes y milagrosas, frente a Pilatos, a los fariseos, a los sumos sacerdotes… y así callara algunas bocas y sumase nuevos adeptos a su causa. Este argumento coloca a Tadeo como pionero de la tradición judía que rechaza a Cristo como mesías, entre otras muchas razones, por lo horrible y mundano de su muerte física, algo indigno de cualquier divinidad. Muchos filósofos paganos, ya en nuestra era, usaron el argumento de Judas Tadeo para construir sobre él elaborados ataques al cristianismo. Jesús, como tantas otras veces, respondió a la duda razonable de Tadeo con una media tinta, con una ambigüedad. Los filósofos del cristianismo se apoderaron del argumento del apóstol convirtiéndolo en un motivo más para tener fe ciega, una versión menos fantástica de la duda de Santo Tomás.
Tras recibir al Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego, Simón y Judas Tadeo no vuelven a aparecer en la Biblia. Como otras veces, lo que no está en los textos oficiales hay que ir a buscarlo a escritos apócrifos y a la tradición. Aunque la iglesia no apruebe estos textos, es en ellos donde se empareja a los dos apóstoles, y que el catolicismo celebre el 28 de octubre sus dos onomásticas a la vez es sello de aprobación suficiente.
Así, Simón y Tadeo habrían pasado varios años, cada uno por su lado, evangelizando distintas zonas de Mesopotamia (actualmente Irak), años en los que convirtieron a ingentes muchedumbres y realizaron milagros de lo más variopintos (de los que, por desgracia, no he conseguido encontrar relato alguno). Al cabo del tiempo, Simón y Tadeo se encontraron en la ciudad capital de Mesopotamia, con tantos conversos cada uno a sus espaldas que decidieron dar juntos su último golpe en la zona: convertir al rey Acab de Babilonia. Una vez hecho esto, viajaron juntos a Persia (actualmente Irán), donde el cristianismo aún no había penetrado en lo más mínimo y donde la recepción a los apóstoles fue bastante más árida. Poco duró su peregrinaje por la zona, pues el día que entraban en la ciudad persa de Suamir el sumo sacerdote que la gobernaba los hizo prender y, sin juicio, los condenó a muerte a los dos.
En Suamir, Persia, y rodeados de miles de espectadores, Simón y Judas Tadeo fueron durante días apaleados, torturados, cosidos a latigazos. Tras esta edificante visión para el público persa sobre por qué no hacerse cristiano, el sumo sacerdote decidió llevar a cabo sendas sentencias de muerte. Simón el zelote fue serrado en dos partes casi iguales, empezando en la entrepierna y acabando por la coronilla. Judas Tadeo, después de haber tenido que presenciar la espantosa ejecución de su amigo, fue liquidado de forma “más humana”: recibió un solo mazazo en la cabeza que se la abrió como un melón maduro. Después, dice la tradición que fue decapitado con un hacha, aunque Tadeo ya estaba bien muerto así que imaginamos que esto se hizo como una especie de bis para el público. En muchas representaciones posteriores Simón aparece con el serrucho, y Judas Tadeo con la maza o el hacha.
Tras conocer la noticia de las muertes, el converso rey Acab invadió con su ejército la ciudad de Suamir para hacerse con los cadáveres, que llevó consigo a Babilonia y convirtió inmediatamente en reliquias. Muchos siglos después, al caer la ciudad en manos islámicas, los restos de los dos santos comenzaron a viajar hacia occidente en varias etapas, y en el año 800 el papa León III se las ofreció al rey de los francos, Carlomagno. En Francia se conservan hasta el día de hoy, pudiendo ser visitadas en la basílica de San Saturnino de Toulouse.
Judas Tadeo es el patrón de las causas difíciles, y uno de los más invocados popularmente, en el cristianismo occidental, para encontrar trabajo y casa. Simón es el patrón de los curtidores y (cómo no) de los aserradores.