Tenía una tarea por delante: visitar a nuestros hermanos anglicanos de Gibraltar. Como primera visita, no tenía ni idea de dónde aparcar el coche, así que para prevenir, lo dejé en La Línea y crucé andando la frontera. Pensé que a la entrada me iban a solicitar el certificado de vacunación COVID-19, pero muy amablemente me saludaron con un ¡buenos días! -¡yo que tenía mi código QR preparado para enseñarlo!-. Tomé el autobús, que me dejó cerca de la Main street y anduve unos 10 minutos escasos hasta la plaza de la Catedral y entré por el lateral de esa maravillosa Catedral de la Santísima Trinidad que da a esa misma plaza.
Quedé fascinado por su arquitectura, su belleza, su arabesca simpleza: los arcos de herradura te transportan a un pasado esplendoroso de dominación musulmana y al mismo tiempo te envuelven, te acogen y te invitan a meditar, a tener un encuentro íntimo con Dios. Paz y serenidad desde su interior para hablar con Él.
La Santa Cena fue esplendorosa: un coro maravilloso, un entusiasta organista, presbíteros, ministros y ministras, el propio deán y nosotros, los fieles, creamos una misma sintonía con el Espíritu de Dios. Para mí fue una vivencia distinta, en un idioma ajeno a mis oídos y entendederas; pero al mismo tiempo, una experiencia sentida desde el corazón, como si todos fuéramos parte viviente del Cuerpo Místico de Cristo.
Tras la celebración, me recibieron como a uno más: un té, unas pastas, un bizcocho y el entusiasmo de cada uno de ellos por saber de mí, de acercarse cordialmente para interesarse por algo de mi vida, mis andanzas, mis deseos. Quedé abrumado por tanta amabilidad y tanta cercanía: Dios se manifestada en cada uno de mis nuevos hermanos y hermanas en Cristo.
Una nueva comunidad de amor que me ayudará a avanzar desde la fe en el camino hacia Dios. ¡Dios bendiga a la comunidad anglicana de Gibraltar!